21 mar 2010

Fic de Stargate SG1 1ra parte

(Fic escrito por: Dean Devlin & Roland Emmerich)
El Cairo, 1928

Episodio I

En los destartalados suburbios de El Cairo, la llamada del muecín a la oración de la tarde, desde el minarete de la mezquita de Jebba al-Sa'laam, resonó en los últimos tejados de una ciudad que apenas había cambiado en los dos últimos siglos. Un reción limpiado Rolls Royce Imperial Touring Sedan de 1924, propiedad del Ministerio de Antigüedades egipcio, pasó a toda velocidad ante las últimas casas de las afueras en dirección al largo y duro desierto. Siguiendo la carretera del sur que conduce a Gizeh, el automóvil viraba bruscamente cada vez que adelantaba a una camioneta llena de obreros o de productos agrícolas.


El mensaje de Taylor, aun siendo estupendo, no podría haber llegado en peor momento. El profesor Langford se hallaba en mitad de una entrevista con el ministro egipcio del Interior. Su Excelencia seguía hablando sin parar del cambiante clima político y de lo mucho que arriesgaría él personalmente si ampliaba a Langford el permiso para continuar las excavaciones que le patrocinaba el gobierno británico. Langford, que era sueco, llevaba en el país el tiempo suficiente para leer entre líneas lo que intentaba decirle el ministro. Quería dinero en efectivo, lo bastante para que le compensara asumir "el grave riesgo personal". Langford, que se había hecho experto en las técnicas árabes de negociación, contraatacó de inmediato. Así pues, fingiendo estar más irritado de lo que realmente estaba, empezó a hablar a gritos de todo el dinero que había gastado y de los muchos puestos de trabajo que él y su equipo habían creado. Se puso de pie y aporreó el gigantesco escritorio ministerial de cedro, recordando a su regordete y bigotudo amigo todas las dificultades y promesas rotas que había tenido que soportar en el país más frustante del mundo. Fue en ese instante cuando se abrió la puerta y entregaron el mensaje a Langford. El despacho escrito a mano puso fin a la entrevista.




Langford;

-¿Estás sentado? Tenemos algoo. Probablemente una Tumba.Demasiadoo pronto para confirmarloo.

Las excavaciones continúan, Todo muy emocionante! Te sugiero que traigas tu Aristocrático trasero EN SEGUIDA.

-No vengas con ningún cabeza hueca del ministerio.


-Mantengamos esto en secreto el mayor tiempo Posible.

Taylor;
Doblando de nuevo la carta, Langford sintió que se le revolvían las tripas por el lenguaje tan poco diplomático empleado por su capataz. Sabía que la nota (una negligencia de Taylor el no sellarla) la habrían leído ya diez pares de ojos por lo menos antes de llegar a sus manos, y que el ministro, a quien tan amablemente sonreía ahora, estaría al tanto de su contenido en menos de diez minutos. Tenía que darse prisa. Tal como se propagaban los rumores en El Cairo, lo más probable era que, o se apresuraba, o antes de la noche ya habrían montado una tienda turística al pie mismo de las excavaciones. Excusándose para marcharse, bajó las escaleras volando y encontró al chófer que tenía asignado para llevarle a casa. En árabe macarrónico le explicó el nuevo itinerario y le dijo que le daría una buena propina por conducir deprisa. Al cabo de unos minutos ya habían pasado por el lujoso Sheppard's Hotel, habían recogido a su sesuda hija de nueve años, Catherine, e iban dando bandazos por el congestionado centro de la ciudad en dirección a los jardines del zoológico, espantando a los peatones a su paso. Langford hundió los dedos en el apoyabrazos de terciopelo del coche y no volvió a respirar con normalidad hasta que se hallaron fuera de la ciudad, en la carretera del sur.

Catherine, un osado diablillo con trenzas, se asomó al compartimento del chófer por el cristal de separación para practicar su árabe con él, dando unos chillidos horrorosos ante cada posible colisión. Hacía casi tres meses que había llegado a El Cairo para estar con su padre cuando parecía inminente el descubrimiento de algo importante. Aprendiz prodigiosa, para entonces ya se había convertido en una especie de experta en jeroglíficos, visitando el Museo Egipcio casi a diario, fastidiando o encantando al personal con cientos de preguntas. Con el pelo recogido en una trenza y sus gruesas gafas, parecía destinada a ser una dignísima rata de biblioteca. Una vez que se hallaron en plena carretera, volvió a sentarse y abrió un enorme volumen titulado El Antiguo Egipto.
En el asiento trasero, conteniendo la emoción con toda la fuerza de su educación victoriana, el profesor C. P. Langford, miembro de la Sociedad Exploradora de Egipto y del Real Museo Británico, parecía la imagen perfecta del caballero arqueólogo, con polainas, pantalones caqui ajustados a la rodilla y chaqueta deportiva. En condiciones normales no se vestía así para el trabajo de campo y deseaba poder cambiarse antes de ver a Taylor y a los demás. Sólo se había puesto aquella ropa para impresionar a los funcionarios egipcios.

Langford y Taylor se conocieron en Luxor en 1920, mientras visitaban Egipto por primera vez. Langford procedía de una familia aristocrática de un barrio elegante de Londres, mientras que Taylor era un vulgar y caótico estudiante de la Universidad de Pensilvania que había abandonado la carrera para alistarse como voluntario y luchar en la primera guerra mundial. Después del armisticio, había enviado un telegrama a su casa pidiendo dinero y con él pasó algún tiempo recorriendo Grecia y Palestina antes de acabar en Egipto. En Luxor, Langford se hospedaba, naturalmente, en el lujoso Winter Palace.
Taylor, obligado a ajustarse a un presupuesto más modesto, iba allí todas las tardes haciéndose pasar por huésped porque el hotel tenía retretes con taza y el International Herald Tribune. Ambos hombres pasaron varias tardes explorando Beban el Malook (el Valle de los Reyes), llevando Taylor la mayor parte de la conversación. Pero fue la visita al Templo de Ti, más al norte, lo que cimentó su asociación.

No lejos de las grandes pirámides, adyacente en la famosa Pirámide Escalonada, se halla el Templo de Ti, el único monumento a gran escala erigido en honor de un personaje no perteneciente a la realeza. Supervisor de las Pirámides, Escriba de la Corte, Astrónomo Oficial y Consejero Especial de varios faraones, Ti era también conocido como "Señor de los Secretos".
Langford y Taylor pasaron una semana entera escudriñando la tumba y escrutando los relieves y frisos magníficamente conservados que adornan el lugar del enterramiento. Cuando Langford pasó disimuladamente una propina al guardián de la tumba, éste les permitió acceder a una colección poco conocida de fragmentos de papiros desenterrada por Mariette, el francés que había excavado la tumba cuarenta y cinco años antes. A partir de estos fragmentos, ya antiguos en el momento en que Ti se hizo cargo de ellos, ambos hombres desarrollaron la teoría de que había algo enterrado a mitad de camino entre la Pirámide Escalonada y una de las grandes pirámides de Gizeh, probablemente la de Keops. Los papiros aludían a una "epidemia", "pesete" o "demonio" que había sido robado y "transportado a otro lugar". Las claves eran escasas y las posibilidades de éxito bastante remotas. Si los buenos ciudadanos de Estocolmo (fascinados como estaban por el reciente hallazgo de la tumba de Tutankamón) hubieran sabido antes lo increíblemente arriesgada que era esta apuesta y las pocas posibilidades que tenía, jamás la habrían financiado.Pero lo hicieron. Cuando Langford regresó a El Cairo en marzo, llevaba consigo la garantía de casi un millón de coronas suecas. Al cabo de tan sólo seis semanas de trabajo de campo descubrieron una pequeña cámara mortuoria. Langford, que supuestamente era la "mitad diplomática" del equipo, fue inmediatamente a la ciudad e invitó a todos los corresponsales de periódicos extranjeros y a varios dignatarios del gobierno a que presenciaran la apertura de la tumba. Incluso Howard Carter, el arqueólogo más famoso del mundo, hizo un hueco en su agenda y llegó desde Luxor, donde llevaba tres años catalogando el contenido de la pequeña tumba de Tutankamón. Así pues, una hermosa mañana del mes de mayo se abrió la entrada y los dos hombres penetraron a rastras. Sería muy interesante hoy día contar con una grabación de lo que hablaron en el interior. Cuando salieron, sonriendo forzadamente y muertos de vergüenza, llevaban consigo lo único de interés: un gato momificado que aún se conservaba en su tosco ataúd de madera. Fue un día grande para la prensa internacional. Aparecieron largos y mordaces artículos sobre el hallazgo del "Minino Tut". Fue una experiencia humillante y degradante para Langford, que se había imaginado a punto de alcanzar la fama eterna por sus contribuciones a la ciencia.

Avanzando ahora hacia el sur, con la franja verde del Nilo a un lado y el inmenso Sáhara al otro, Langford no pudo por menos de pensar de nuevo en la inmortalidad. Nunca se sabía lo que se podía encontrar. Pero en ese momento aparecieron ante su vista las Grandes Pirámides, las únicas maravillas que quedan en pie del mundo antiguo, y el caballero arqueólogo recuperó la perspectiva. El impresionante tamaño de estas estructuras ubicadas en la planicie de Gizeh, las pirámides de Mikerinos y Kefrén, y sobre todo la de Keops, hizo que Langford se riera de sí mismo. Qué insignificante parecía su proyecto ante aquellas obras eternas. Pero esto lo pensó antes de ver lo que encontró.
Antes de que las llantas dejaran de rodar, las botas de Langford ya pisaban la grava del terreno. Con Catherine revoloteando tras él, subió hasta el borde de una pequeña meseta de piedra y tierra sedimentaria que tenía muchos años de antigüedad. Pero la meseta se había transformado; había sido excavada por cientos de obreros árabes que el equipo había contratado durante los últimos meses y que sacaban un cubo de tierra cada vez que doblaban la espina dorsal. Ahora no era más que un pequeño valle de poca profundidad salpicado de herramientas y dividido en parcelas graciosamente demarcadas con estacas de topógrafo.
Casi trescientos empleados egipcios estaban trabajando allí aquel día, casi todos lugareños vestidos con jaiques (túnicas largas de algodón blanco) y turbantes improvisados.El grueso de la actividad se realizaba en el otro extremo. Largas columnas de polvo ascendían en espiral allí donde los obreros vaciaban la arena sobrante y las rocas despedazadas. En cuanto descargaban las espuertas, daban media vuelta y se dirigían a un pozo mucho más grande de lo normal. Al borde de este pozo se había instalado un par de grúas de madera y en aquel momento estaban insertando las cuerdas en las poleas. Los hombres se preparaban para levantar algo del fondo. Algo que debía de pesar mucho.


-Papá, el tesoro está allí -le dijo Catherine en sueco, señalando las grúas y la multitud de obreros.
-Vamos a ver a Ed Taylor primero. -Langford divisó a su socio junto a un grupo de hombres inclinados sobre una mesa de trabajo a la puerta de la "tienda-despacho". Al parecer estaban examinando algo.

Langford, famoso por contar chistes macabros en varios idiomas, llevaba varios minutos puliendo una de sus ocurrencias. Cuando se acercó lo suficiente para que el grupo de oyera de lejos, probó suerte.

-Ed, si hemos encontrado un cementerio de animales, dimito.

Tal y como se temía, nadie se rió. En realidad, ni siquiera hicieron el más leve intento por cortesía. Pero lo que realmente sorprendió a Langford fue que ninguno de los hombres se había fijado tampoco en su ridícula indumentaria de "caballero explorador". La intensa concentración del grupo le dio a entender que no se trataba de un hallazgo corriente. Él y Catherine se enfrascaron inmediatamente en la acción.

-No sabemos descifrar este escrito. Echa un vistazo.

Taylor hizo un hueco para que Langford se adelantara y mirara la gran lámina de papel extendida sobre la mesa. Estaba cubierta con una serie de extrañas marcas, calcos obtenidos frotando una superfície de piedra tallada. Langford tardó poco en comprender por qué los hombres estaban tan perplejos. Pero ante la sorpresa de todos, Catherine fue la primera en hablar.

-No son jeroglíficos reales -dijo en inglés,
-Por lo menos no pertenecen a lo que estamos acostumbrados a ver.

-Taylor -dijo Langford, inquietándose de repente-, ¿de dónde han salido estos símbolos?


-Te lo enseñaré.
El capataz avanzó a grandes zancadas hacia el lugar donde se estaba excavando. A poco menos de treinta metros del foso donde se concentraban casi todos los obreros gritándose instrucciones, Taylor se detuvo ante lo que parecía ser un gigantesco tablero de piedra. Tenía unos noventa  centímetros de altura por unos seis metros de anchura, y era del mismo color gris que la grava en la cual estaba apoyado.


-Es una estela funeraria -explicó Taylor-. La más grande que he visto en mi vida. Cuando alguien entierra algo con una piedra de este tamaño es porque quiere mantenerlo oculto.
Langford, nervioso, anduvo alrededor de la piedra, inspeccionando los grabados de la superfície. Verdaderamente era un hallazgo único en el mundo. La piedra no sólo llamaba la atención por su tamaño, sino que la superficie esculpida era un ejemplo supremo del arte de tallar la piedra en el Antiguo Egipto. La cara del monolito estaba organiada a modo de diana, con una serie de coronas circulares concéntricas. La más externa contenía 39 caracteres escritos en el extraño lenguaje que Taylor le había enseñado. En el interior de la siguiente aparecían símbolos que estaban claramente relacionados con la escritura del Antiguo Egipto. Por lo visto eran una versión muy temprana y burda de lo que más tarde sería la escritura jeroglífica. A continuación había un anillo con curiosas líneas enarcadas que cruzaban la superficie de la piedra en distintas direcciones. Algunos de los puntos en que se cruzaban estas líneas se hallaban marcados, en tanto que otros no lo estaban. Daba la sensación de que se trataba de una forma arcaica de geometría. Sin embargo, era el grabado del mismísimo centro lo que definía la piedra como obra maestra.

Langford se inclinó sobre la piedra para observar mejor el motivo central. Sobre un fondo de líneas geométricas en forma de arco y escrupulosamente labradas, había unos grabados simétricos de la diosa Nut. Con la espalda arqueada para sostener el cielo, amamantaba a los hijos de la Tierra mientras éstos navegaban debajo en la Barca de los Millones de Años. Entre estas hermosas imágenes, en el centro mismo de la piedra, había un cartucho como los de los jeroglíficos de estilo clásico. En el interior de esta especie de cartucho rectangular, que encerraba un nombre o palabra sagrada, se repetían seis de los extraños jeroglíficos del anillo externo. ¿Deletreaban estos caracteres el nombre de algún faraón prehistórico? ¿Se trataba de un mensaje?

-Qué raro -musitó Langford, que estaba especialiado en escritura egipcia. Meneó la cabeza y  se incorporó de nuevo, examinando durante unos instantes el segundo anillo antes de dirigirse a Taylor y a los demás.
 
-Esta franja interior es algo más legible. Esto de aquí podría ser el símbolo de años... mil años... el cielo, las estrellas o algo parecido... vive Ra, el dios sol. Pero ¿cómo demonios interpretas los símbolos externos?

Cuando se inclinó para estudiar esos símbolos, se hizo la misma pregunta que Taylor y los otros llevaban haciéndose toda la tarde. ¿Hemos descubierto un idioma desconocido? Y si es así, ¿quiénes fueron sus creadores?

-¿Qué son esos signos de ahí? -preguntó Catherine, revolviendo la colección pulcramente amontonada de "hallazgos casuales", todos ellos etiquetados, metidos en bolsas y catalogados.

-Son fragmentos de herramientas, cazoletas y objetos que utilizaron los trabajadores para enterrar esta piedra -explicó Taylor-. Pero mira esto -dijo, levantando un medallón de oro repujado con un udjat (símbolo que era mitad pájaro y mitad ojo humano) que entregó a Catherine-. Estaba envuelto en un trozo de tela en el centro de la piedra.

-Por fin has encontrado algo bonito -dijo Catherine, deslumbrada.

-El Ojo de Ra -intervino Langford, agachándose para examinar más de cerca el dibujo del medallón. Se lo devolvió a Catherine antes de hablar con Taylor-. Es muy, pero que muy raro encontrar este motivo en una joya. Tal vez perteneciera a un sacerdote.

Catherine observó el hallazgo a la luz, admirándolo hasta que los hombres se perdieron en su conversación. Entonces se desabrochó la cadena que llevaba al cuello y se colgó el medallón.

-Taylor, si es una lápida, ¿qué has encontrado enterrado debajo?

En ese instante salió un grito del foso y doscientos obreros empezaron a tirar de las sogas de las poleas. Langford quería acercarse más, pero Taylor lo sujetó por el hombro y lo llevó a lo alto de un montículo  situado en un lateral del foso.

-Confía en mí. Éste es el mejor sitio.

Todos los que se encontraban en la polvorienta hondonada, desde los científicos más cultivados hasta los jornaleros más pobres, eran conscientes de que estaban siendo testigos de un acontecimiento muy notable: la exhumación del hallazgo arqueológico más raro de todos los tiempos. Respondiendo a las órdenes rítmicas del capataz, los obreros tiraron de las sogas, levantando un gigantesco anillo de cuarzo de unos cinco metros de altura y muchos siglos de antigüedad. Totalmente redondo y con el mismo lustre que las perlas, era una joya escrupulosamente labrada y de un tamaño descomunal. Toda la superficie estaba grabada y decorada con intrincados detalles; complicada como el diagrama de un circuito electrónico, hermosa como el amuleto de un sultán.

-Es una pulsera de Dios -dijo a su padre la emocionada Catherine.

En los años que llevaba investigando, Langford no había visto nada parecido. A pesar de la similitud de su dibujo con ciertos hallazgos de la Primera Dinastía, parecía imposible que el Antiguo Egipto  hubiera producido nada tan avanzado desde el punto de vista técnico. Había siete piedras de cuarzo del tamaño de un puño engastadas en el anillo a la misma distancia, cada una de ellas recubierta de oro. Estos recubrimientos reproducían el estriado tocado (nemes) que llevaban los faraones en la cabeza, como el de la famosa máscara mortuoria de Tutankamón. A lo largo del borde interior del anillo aparecían los mismos jeroglíficos indescifrables hallados en la lápida.

Cuando los obreros tuvieron el anillo en posición vertical, lo apuntalaron con estacas acolchadas de madera. Taylor empujó al atónito Langford hacia la derecha y cuando el sol pasó por detrás del anillo se quedaron estupefactos al ver que éste era de un material semitransparente.

-¿De qué está hecho? -preguntó Langford.

Taylor se encogió de hombros.

-Escapa a mis conocimientos. Es más duro que el acero, pero no hay indicios de oxidación ni de corrosión. Algún tipo de cuarzo, pero no logro identificarlo.

Langford se volvió de espaldas al anillo y permaneció de pie, callado, durante unos instantes antes de estallar súbitamente en un gran grito de alegría.

Lo conseguimos!

Catherine vio que su padre, tan rígido y formal habitualmente, daba a Taylor, su estupefacto colega estadounidense, un fuerte abrazo y que ambos iniciaban una salvaje y ruidosa danza de celebración. Pero entonces ocurrió algo en el foso.

Los obreros egipcios gritaban y señalaban algo. Luego comenzaron a...continuara!


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